Mindfulness: la presencia amable
La ciencia nos demuestra que ser buenos nos hace más felices. Las emociones positivas, como la bondad o la compasión, favorecen la salud y prolongan la vida, mientras que las emociones negativas, como el enfado y el odio, aumentan la probabilidad de enfermar y contribuyen a acortar la vida.
Resulta novedoso que la aséptica ciencia nos enseñe que la ética es un elemento clave de nuestra vida emocional y cognitiva. Sin embargo, casi todas las religiones y tradiciones han promulgado la conducta moral como el requisito para la salvación.
En este mundo postmoderno, ya no podemos funcionar como si moral y conocimiento fueran aspectos disociados de la mente. Para ser feliz hay que ser inteligente y perspicaz, pero es más importante ser honesto y compasivo.
Esta comprensión está saltando a las portadas de los medios de comunicación de la mano del Mindfulness. Este anglicismo se usa para denominar una serie de técnicas terapéuticas mediante las cuales se fortalece la atención, se regula la emoción y se encarna nuestra condición de seres interdependientes.
Saber qué hacer con nuestra mente y cómo gestionar nuestras emociones es lo que nuestra sociedad necesita con urgencia en estos momentos. Cuando una gran parte de la población no trabaja, porque ha llegado a la jubilación o porque no tiene empleo, y disfruta de mucho tiempo libre, la gestión adecuada de los procesos mentales y emocionales es la garantía para no caer en la depresión, la ansiedad, la obsesión o la adicción, que son las epidemias de nuestro tiempo.
Más de 100 personas de nuestro entorno han completado el entrenamiento “Mindfulness para la Segunda Mitad dela Vida”. Los testimonios de los participantes son realmente emocionantes. Nos dicen que “mindfulness” es, un seguro de vida, la garantía de que van a poder gestionar sus habilidades cognitivas y su mundo emocional en el difícil proceso del envejecimiento.
“¿Cómo no voy a preocuparme?” Seguro que hemos oído esta frase a alguno de nuestros mayores más de una vez. Pues bien, no es necesario preocuparse, ni beneficia a nadie el hacerlo. Nos sentimos mucho mejor cuando deseamos lo mejor para nuestro amigo o familiar que está pasando un mal momento, que cuando nos contagiamos de su preocupación y su desesperanza.
“Yo no tengo miedo a la muerte, tengo miedo al dolor” Eso nos dicen antes de poder observar el dolor como una sensación física en tránsito, no como algo insoportable o como una condena. El dolor físico y el emocional pueden experimentarse como mensajes del sistema, sin necesidad de resistirse ni medicalizarse.
Los participantes descubren que la mente puede ser un instrumento maravilloso y no una fuente de sufrimiento. Aprenden a cuidarse y a quererse, y eso les hace comprender que todos buscamos la felicidad. Quizás en sitios equivocados, como hacían ellos antes, pero ahora son capaces de empatizar y ver compasivamente allí donde antes sólo había juicio y aversión.
También aprenden a tonificar la mente y a sacarla de sus inercias y vagabundeos. Hoy en día sabemos que ese vagabundeo mental es un factor degenerativo para el cerebro y una de las causas principales del sufrimiento psicológico.
El aprendizaje más importante es sobre uno mismo. La observación de los procesos físicos y mentales tal y como se realiza en “mindfulness” nos descubre que eso de “es que yo soy así” es una gran mentira tras la que se esconde el miedo al cambio y el apego a nuestros hábitos y opiniones. Todos podemos seguir evolucionando toda la vida y ser cada vez más libres y felices.
Es muy difícil envejecer con optimismo y generosidad. La sociedad de consumo está basada en la carencia y el individualismo. Nos hacen pensar que las cosas nos dan la felicidad y que si no las consigo yo se las llevará el otro, metiéndonos en una espiral de ansia y mezquindad que nos hace infelices e insolidarios.
Nosotros estamos comprometidos con hacer llegar esta simple herramienta que puede transformar la vida al mayor número de personas de nuestro entorno posible. Estamos seguros que si toda esa gente que sería arrastrada por el prejuicio social de que las personas mayores son una carga inútil se convirtieran en personas amables y compasivas, la calle sería un espacio lleno de sonrisas, de miradas cariñosas y de gestos de ayuda y colaboración. Puede que seamos ingenuos, pero estamos hablando de algo que no cuesta dinero ni consume ninguna reserva planetaria, sino que cuanto más se usa más se expande y mejores consecuencias tiene para uno mismo y para todos los que le rodean, el amor.
Por Fernando Rodríguez Bornaetxea
Columna publicada en Diario Noticias de Gipuzkoa 19/03/2016