Los prejuicios de la ciencia
La meditación ha vuelto para quedarse. No me refiero a la folclórica y desconsiderada explotación mediática de la imagen de Buda que aparece hasta en los váteres de las salas de fiestas, o de señoritas, en posturas que pretenden ser de meditación, en anuncios que buscan provocar el deseo, justo lo contrario del objetivo de esta práctica contemplativa, sino a su revalorización como herramienta universal para la superación del sufrimiento y la angustia existencial.
La vulgarización de la imagen de la meditación es un precio a pagar a la estúpida sociedad de consumo y al borreguismo de sus seguidores. Como miembros de una especie que corre encantada hacia su autodestrucción y la de sus cohabitantes de la biosfera, la única salida es encontrar la paz en el momento presente y esperar el final con aceptación y curiosidad.
Conviene recordar que tanto la sociedad de consumo como el sistema capitalista que la sostiene son la expresión de una concepción científica del mundo, es decir, un mundo sin valores y sin sentimientos. La ciencia es una forma de construcción de conocimiento que nos ha proporcionado comodidades, nos ha hecho dependientes y nos ha dejado un solo valor, tener más cosas, cuantas más mejor, porque lo único que existe es el mundo material. La ciencia es un saber secuestrado por el dios del poder y el dinero.
Durante buena parte del siglo pasado, la meditación se consideró un tema místico y opuesto a los paradigmas de la ciencia, pero los propios avances en la metodología científica están descubriendo beneficios tanto para las personas enfermas como para las sanas y, en consecuencia, para el devenir de la especie.
A pesar de que la meditación ha demostrado beneficios que van desde la estructura y la función del cerebro, el sistema inmunitario y los procesos de inflamación, el envejecimiento celular y hasta en la modulación de la expresión de los genes, los sectores más reaccionarios y conservadores del establishment científico se resisten a admitir las toneladas de evidencia que les están cayendo encima.
En los últimos cinco años se han realizado más de 300 ensayos clínicos y se han publicado más de 2000 artículos científicos acerca de efectos y aplicaciones de la meditación. Ninguno de esos autores diría que la meditación previene o cura todos los males, pero si que nos enseña a percibir la realidad de una manera más ecuánime, nos entrena en detectar y aceptar las circunstancias que no podemos cambia y nos ayuda a ser proactivos en las que sí podemos cambiar.
La investigación científica está comprobando los efectos positivos de la meditación sobre la regulación de la atención y el resto de las actividades cognitivas, la regulación emocional y el aumento de las emociones positivas, la transformación de la imagen de uno mismo y, en consecuencia, la mejora de la salud física y mental de las personas.
Evidentemente, la divulgación de una técnica terapéutica, educativa y que uno puede realizar por sí mismo, en cualquier sitio, que no requiere de ningún medicamento ni artefacto, no interesa a las farmacéuticas, ni a la economía de mercado, ni a los gobiernos. Una práctica que corporiza la amabilidad, la generosidad y la solidaridad, no se adapta a los valores dominantes de competitividad e individualismo. Meditar es lo más revolucionario que se puede hacer hoy en día.
Porque no estamos hablando de una meditación incrustada en un contexto cultural religioso sino de una meditación como camino de desarrollo personal y social. No hay salida en la vuelta a las religiones jerárquicas, dogmáticas y míticas. Para aprovechar las riquezas de la meditación debemos estar acompañados o guiados por personas que tengan conocimientos profundos de psicología, que como se sabe incluyen conocimientos biológicos y antropológicos, y una larga práctica terapéutica que significa conocer a fondo el sufrimiento humano, la angustia existencial y el anhelo de trascendencia de los seres humanos.
Dr. D. Fernando Rodríguez.
Doctor en Psicología